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Hace muchos años, érase un un molinero que siempre estaba presumiendo. Decía que su harina era la más fina, que su esposa preparaba el pastel más sabroso y que su gato era capaz de capturar un millón de ratones al día.
Pero su orgullo más grande, era su querida hija Eloísa.
Un día llegó ante el molinero un sirviente del palacio, venía a recoger la harina con la que se iban a preparar los pasteles del rey.
– “¿Sabías que mi hija es la joven más lista y bella de todo el reino?” – presumía el molinero.
– “Incluso puede hilar la paja y transformarla en oro” – continuaba presumiendo.
El sirviente, a sabiendas de la fascinación del rey por el oro, le comentó al mismo sobre la hija del molinero.
– “¡Es ridículo! Debe estar fanfarroneando. Le daré una buena lección para que no diga más mentiras. Traigan a la hija del molinero. ¡Vamos a probar si de verdad es capaz de hilar la paja para convertirla en oro!” – dijo el rey.
La guardia real salió a toda marcha hasta el molino para traer a la muchacha.
En el momento en el que Eloísa llego a palacio, el rey la llevó a los sótanos más profundos y oscuros. En ese lugar, habían dispuesto una rueca, un banco y mucha paja.
– “Tu padre dice que eres capaz de hilar la paja para transformarla en oro.
Así que si no has convertido toda esta paja en oro de aquí al anochecer, encerraré a tu padre en los calabozos por mentiroso” – le dijo el rey a la muchacha.
Eloísa trato en la medida de lo posible de disuadir al rey, pero todos sus intentos fueron en vano. El rey salió de la habitación y la cerró con llave.
– “No es posible que alguien pueda transformar la paja en oro, ¡nadie podría lograrlo!” – se lamentaba la joven.
Se sentó en el banco y la muchacha rompió a llorar.
Pero de pronto, se escuchó una voz que dijo:
– “¡Yo sí puedo hacerlo!”
Frente a ella estaba parado un hombre de estatura muy pequeña. Lucía una apariencia muy peculiar, pues ella jamás había visto a alguien igual.
Apenas era pocos centímetros más alto que un enano, con unas orejas muy puntiagudas, una nariz roja y una gran barba extremadamente larga y sedosa.
Su ropaje era de un color verde escandaloso y cargaba un enorme sombrero con de ala ancha que además estaba adornado con la pluma de un avestruz.
– “¿Es cierto lo que dices? ¿De verdad puedes transformar la paja en oro?” – Preguntó Eloísa.
– “¡Pues claro que sí! Eso déjamelo a mí, pero… ¿cuál será mi recompensa si lo hago?” – respondió el enano, de nombre Rumpelstiltskin.
– “Lo que sea, con tal de salvar a mi padre” – respondió la joven.
– “¿Puede ser tu brazalete?” – preguntó Rumpelstiltskin.
– “¡Por supuesto!” – respondió.
El extraño hombrecillo saltó sobre el banco y comenzó a hilar la paja. Al cabo de escasos minutos de haber iniciado, había transformado toda la paja en bobinas de hilo de oro.
– “Ahora quiero tu brazalete” – reclamó Rumpelstiltskin.
Eloísa no lo podía creer, sonrío y entregó el brazalete al hombrecillo mientras no paraba de darle las gracias.
– “Fue un gusto poder servirte” – dijo Rumpelstiltskin antes de esfumarse
Cuando cayó la noche, el rey volvió a la habitación donde se encontraba encerrada Eloísa. Al ver el oro, comenzó a pellizcarse, pues creía que estaba soñando.
Pero en lugar de ser agradecido con ella, la mantuvo en aquel cuarto toda la noche, evitando que pudiera volver a su casa.
Al día siguiente, el rey llevó a la joven a una habitación más grande. En uno de los rincones se encontraba un montón de paja, mucha más cantidad que la del día anterior y, junto a este, estaba la rueca.
– “Quiero ver toda esta paja convertida en oro antes de que el sol se ponga” – dijo el rey.
Al salir de la habitación, volvió a cerrar la puerta con llave. La pobre chica rompió en lágrimas.
– “¡Oh Dios! ¿Qué haré? ¡Ojalá aparezca de nuevo aquel extraño hombrecillo!”
– “¡No sientas temor pues aquí está tu salvador!” – dijo Rumpelstiltskin.
El alivio de Eloísa al verle de nuevo era paralizante, apenas podía hablar.
– “¿Cuál será mi premio esta vez si hilo la paja para convertirla en oro?” – preguntó Rumpelstiltskin.
– “¡Lo que desees!” – respondió la joven.
– “¿Tu anillo de plata puede ser?” – le dijo.
– “¡Sí, por supuesto!” – respondió Eloísa con mucho entusiasmo.
Rumpelstiltskin saltó sobre el banco y comenzó a trabajar. Esta vez le llevo un par de horas completar la misión, pero volvió a transformar toda la paja en hilos de oro.
– “Ahora dame mi recompensa» – dijo Rumpelstiltskin mientras bajaba del banco.
– “Pertenecía a mi madre, pero me has salvado, te lo entrego con gusto”.
– “Ha sido un placer poder ayudarte” – dijo Rumpelstiltskin mientras se marchaba sin dejar rastros.
Cuando llegó la noche, el rey volvió a por la joven chica, quien le sorprendió una vez más al haber cumplido.
El rey estaba emocionado al ver todo ese oro. Era tan grande su codicia, que una vez más mantuvo presa a Eloísa. No quería dejarla ir hasta que lo convirtiera en el rey más rico de toda la historia.
Al día siguiente, cuando salió el sol, llevó a la chica a la habitación más grande del palacio. Había acumulado tanta paja en ese lugar que rozaba el techo y, en un rincón, estaba colocada la misma rueca.
– “Si consigues transformar toda esta paja en oro antes de que anochezca, me casaré contigo y te convertiré en reina, en caso contrario, te tendré presa para siempre”.
– “No creo que vaya a tener la misma suerte otra vez, Rumpelstiltskin no volverá aparecer” – dijo la joven.
– “¿Y por qué dudas de ello? ¡Aquí he aparecido de nuevo! ¿Cuál será mi premio esta vez si transformo la paja en oro? Porque a fin de cuentas, te vas a convertir en reina…”
– “¡Te daré lo que quieras! Aunque ahora mismo no puedo ofrecerte nada”– respondió la chica.
– “Ya se me ocurrirá algo” – dijo Rumpelstiltskin mientras se ponía manos a la obra.
Esta vez el enanito trabaja a toda prisa. Y aun con tanta rapidez, apenas pudo terminar de hilar cuando el sol ya se iba a ocultar.
El colosal montón de paja, había sido transformado en una inmensa montaña de oro puro. Eloísa no podía parar de agradecérselo. ¡Estaba muy emocionada!
– “Ya he decidido mi premio ¡Deberás entregarme a tu primer hijo!” – dijo Rumpelstiltskin mientras reía de forma maléfica.
– “¡Pero yo no estoy siquiera casada!” – protestaba la chica.
– “Eso no es problema… pronto lo estarás” – respondía.
– “¿Yo? ¿¡Qué!? ¿¡Cómo!?”
Pero antes de que pudiera siquiera decir una palabra más, Rumpelstiltskin se desvaneció como de costumbre.
Justo en ese instante, el rey abrió las inmensas puertas de la habitación y al ver todo ese oro exclamó
– “¡Increíble! Tu padre decía la verdad… ¡contigo me voy a casar!” – dijo el rey emocionado.
Una semana después, se celebró la boda en el palacio real.
Eloísa estaba llena de regocijo, estaba increíblemente feliz por la suerte que había tenido. Era tanta su alegría que rápidamente se olvido de Rumpelstiltskin y de la promesa que le había hecho. No se acordó de él, ni siquiera después de haber dado a luz a su primer hijo.
Un día, pasado algún tiempo, de la nada apareció Rumpelstiltskin y le dijo:
– “¡He venido a por mi recompensa! Dame a tu primer hijo”.
– “¡No! ¡No! y ¡No! Te puedes llevar lo que quieras, mis joyas, mi corona, inclusote puedes quedar con el palacio, pero ¡mi hijo no!” – respondió la ahora reina.
– “Tal como imaginaba, te niegas a cumplir con tu parte del trato. La única forma de librarte es que puedas adivinar mi nombre” – respondió Rumpelstiltskin.
– “¿Tu nombre?” – dijo la reina.
– “Sí, mi nombre, tpuedes intentarlo las veces que quiera pero el plazo máximo que te doy es de tres días, si no lo logras en ese tiempo, ¡me llevaré a tu hijo!”.
La desventurada reina solicitó a uno de sirvientes más fieles la creación de una lista con los nombre menos frecuentes del reino. Por su parte, ella se dio a la tarea de leer todos y cada uno de los libros que se encontraba en la biblioteca del palacio.
En el momento en que Rumpelstiltskin se presentó de nuevo ante la reina, ella le preguntó:
– “¿Tu nombre es Baltasar? ¿Melchor? ¿Nemo? ¿Estatios?”
– “¡No! Ninguno de esos es mi nombre, has fallado” – respondió, quien se quedó una hora entera escuchando a la reina recitar nombre erróneos antes de desaparecer.
A la mañana siguiente, la reina trató de imaginar cual sería el nombre más absurdo que un hombrecillo tan peculiar pudiera utilizar. En cuanto este apareció, la reina le preguntó:
– “¿Te llamas Patroclo? ¿Eleodoro? ¿René? ¿Chigüire?”.
– “Te equivocas de nuevo, no es ninguno de esos” – dijo Rumpelstiltskin, quien se esperó dos horas más a que la reina intentase adivinar los nombres. Después, desapareció, mientras le decía:
– “Piénsalo bien porque mañana será tu última oportunidad”.
La reina entró en pánico a causa del desespero: ¿qué podía hacer ahora?
En ese momento, tocó a la puerta el sirviente a quién le había encomendado la tarea de recopilar los nombres inusuales.
– “Ya recorrí el reino en toda su extensión, solicité ayuda a los magos y hechiceras pero todo fue en vano. Al final, estaba tan agotado que terminé durmiendo en la pradera.
Al despertar, el resplandor de unas llamas se colaban a través de unos árboles, así que me acerqué con cautela y vi entonces al hombre más singular que uno pueda imaginar; ¡tan pequeño como un enano! – bailaba en la hoguera mientras recitaba:”
– “Adivina, adivinanza, su majestad llegó tu hora. Me voy a llevar mi premio y a tu hijo alejaré del reino. No hay forma que pierda, mi nombre es muy raro y nunca lo podrás saber: ¡Rumpelstiltskin!”.
La reina estaba desbordada en alegría. Como recompensa el sirviente recibió un ostentoso anillo de oro y el agradecimiento de la reina.
Al día siguiente, Rumpelstiltskin se presentó. Incluso trajo un extraño objeto para llevarse con él al príncipe. Pero antes, le preguntó:
– “Última oportunidad, reina: ¿cuál es mi nombre?”
– “Te llamas ¿Mateo? ¿Juan? ¿Pedro? ¿Luis?” – le dijo la reina.
– “¡No! ¿Por qué no te rindes de una vez?”
– “Jamás me rendiré. Tu nombre es… ¡Rumpelstiltskin!”
El extraño hombrecillo entonces empezó a gritar y a rabiar de ira, ¡el enfado era monumental!
– “Seguro que has hecho trampa, ¡eres una tramposa!”
Fue lo último que se escucho de Rumpelstiltskin, quien de tanta furia contenida, hizo un agujero en el suelo y sencillamente, desapareció.
Finalmente, la reina y su pequeño príncipe, podrían vivir a partir de ahora felices y en paz a sabiendas de que nunca más el pequeño y malvado enano los volvería a molestar.
Y colorín colorado, ¡este cuento se ha terminado!