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Había una vez un lobo feroz muy hambriento, tanto, que le apetecía comerse una de las ovejas pertenecientes al rebaño que pastoreaba en las cercanías de su cueva.
Para su desgracia, el pastor de las ovejas siempre se estaba alerta, intentando que el lobo fracase una y otra vez y así poder proteger al rebaño.
Un buen día, el lobo, en un destello de lucidez, se le ocurrió que si cambiaba su apariencia podría llegar a engañar al pastor, de ese modo sería mucho más sencillo conseguir su objetivo.
Mientras paseaba por el bosque se topó con la piel de una oveja. Era el disfraz ideal para llevar a cabo su plan, porque podía ponérsela por encima y mimetizarse entonces con el resto de las ovejas.
Así que, ¡manos a la obra! – puso en marcha su plan y al pastor logró despistar. Ahora el lobo estaba infiltradoentre el el rebaño.
Más tarde, al anochecer, el rebaño fue dirigido hacía la parte de la granja donde normalmente pasan la noche y, una vez dentro, como cada día, se aseguraron de dejar la puerta bien cerrada.
El lobo no podía creer la suerte que tenía:
– “Ya solo falta que el pastor se duerma, justo entonces en ese momento cogeré a la mejor de las ovejas ¡y me daré un festín!”
Sin embargo, esa misma noche era al pastor a quien le tocaba coger una de las ovejas para poder dar de comer a la familia.
Así que llegó hasta dónde se encontraba el rebaño y cogió al lobo creyendo que este era un cordero cualquiera.
Pero cuando la mujer del pastor intentó cocinarlo, se dio cuenta de que se trataba de un lobo y no de un cordero.
Inmediatamente llamó a su marido quien in situ reconoció al lobo como aquel que tantos quebraderos de cabeza le había dado durante todos estos años intentando comerse a las ovejas.
¡Por fin se había deshecho de él! Ahora todos podrían vivir en paz y el pastor se quedaría tranquilo de que ya no habría ningún lobo acechando al rebaño.
Y colorín colorado, ¡este cuento se ha acabado!
Moraleja: recibiremos el daño según hagamos el engaño.