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Una hermosa mañana de junio, la joven Dete se encontraba transitando cuesta arriba por el tortuoso camino del monte que estaba en la población de Maienfield.
El sendero tenía una inclinación muy encimada, pero el olor que desprendían las flores ubicadas en los densos pastos silvestres, los cuales crecían en lo alto de la montaña, impregnaban el aire con un aroma delicioso.
En una de sus manos transportaba un hatillo y una chaqueta, en la otra tomaba la mano de un pequeña niña que no parecía superar los cinco años de edad.
La niña estaba roja como un tomate a causa del calor.
El día era bastante soleado, sin embargo, la habían vestido con un grueso abrigo, medias de lana, una bufanda color rojo y unas botas que parecían bastante pesadas.
Continuaron su marcha hasta que llegaron a la localidad de Dörffi, situada a medio camino. La joven detuvo el paso y la niña se tiró al suelo del cansancio.
– “¿Estas agotada Heidi?” – preguntó Dete.
– “No, es el calor lo que me molesta” – respondió la pequeña.
– “Ya falta poco para llegar a casa del abuelo, si alargamos los pasos llegaremos más rápido” .
En ese instante, una joven de bella apariencia, salió corriendo de su hogar, su nombre era Berta.
– “¡Dete! ¿Qué haces aquí? ¿A dónde vas con esa niña? ¿Acaso es la sobrina que te ha quedado a tu cargo tras la muerte de la madre?” – dijo Berta.
– “En efecto, voy camino a la casa de mi tío, ya no puedo seguir cuidando de ella, he conseguido trabajo en la ciudad”, dijo Dete.
– “¿La dejarás a su cargo? ¡Es una locura! ¿Cómo piensas hacer tal cosa? ¡Tú tío está loco! ¿Cómo se va hacer cargo de una niña? Es un ermitaño recluido en las montañas y apenas le acompañan dos cabras.
– Además, cuando viene al pueblo asusta a todos con su grueso bastón. ¡No va siquiera a la iglesia!”. – decía Berta.
– “¿Y yo qué puedo hacer? A fin de cuentas es su abuelo. ¡Que se encargue él de la niña! ¡Yo ya hice bastante por ella!” – exclamó Dete.
Mientras la tía y la amiga subían el sendero de la montaña, Heidi, por su parte, se alejó saltando hasta adentrase en una pradera verde.
Mientras vivía con su tía en la ciudad, no le dejaban salir a la calle a jugar. Ahora podía correr, saltar y divertirse bajo la luz del sol mientras se rodeaba de las flores del campo.
Cuando se dispuso a volver junto a su tía, Heidi divisó a un chico descalzo. Era bastante joven, sus pantalones muy holgados y se encontraba resoplando por el calor mientras arreaba un rebaño de cabras. Heidi se acercó corriendo donde estaba él.
El joven se detuvo para que el rebaño pastoreara un momento en la frondosa hierba. Cuando Heidi llegó donde ellos, se sentó junto al rebaño mientras escuchaba el sonar de las campanas de latón, que se movían al son de la fresca brisa.
Heidi no pensó dos veces en quitarse el abrigo, la bufanda y las pesadas botas que le acaloraban.
– “¿A cuántas cabras estás cuidando?” – preguntaba Heidi al joven – “¿Cuáles son sus nombres? ¿A dónde vas con ellas? ¿A quién pertenecen?”.
El joven sonrió. Eran tantas las preguntas que hacía Heidi y tan seguidas unas de otras, que no le daba tiempo a responder. Fue entonces escuchó la voz de su tía gritando:
– “¡Heidi! ¿Qué haces? ¿Qué hiciste con tu ropa?”
– “Está aquí” – respondió Heidi mientras señalaba su ropa sobre la hierba. “Tenía mucho calor, por eso decidí que lo mejor era quitármela, además… ¡Las cabras no usan ropa!”.
– “Vuelve aquí cuanto antes, niña atolondrada” – dijo su tía Dete . “Tú, Pedro, carga ese montón de ropa, ya que vas a casa del abuelo, hazme el favor de llevarla”.
Era una larga marcha la que se necesitaba hacer para llegar al prado que estaba en lo más alto de la montaña. A lo lejos, comenzó a observarse la casa del abuelo, mientras el anciano fumaba su pipa sentado en la puerta.
Enseguida Heidi rompió la marcha con una carrera hasta donde estaba su abuelo.
– “Hola abuelito” – dijo Heidi mientras tendía su mano.
– “¿Qué es todo esto?” – dijo el viejo. Con un movimiento brusco, estrecho la mano de Heidi, mientras la miraba por debajo de sus espesas cejas.
La niña jamás había visto un personaje tan singular como su abuelo, quedó sorprendida por su aspecto mientras miraba su arrugado rostro, el cual estaba cubierto por una barba blanca y enredada.
– “¡Hola tío! Ya no puedo seguir cuidando de Heidi, por eso la he traído hasta aquí para que viva contigo” – Dijo Dete.
Los ojos del Abuelo comenzaron a enrojecer, tanto que parecía que iban a explotar.
– “¿No te has parado a pensar que yo no sé cuidar a una niña? Y tú, Pedro, no te quedes mirando; ¡largo de aquí y llevate las cabras!”.
Aunque su tío era aterrador, Dete estaba decidida dejar a Heidi con él.
– “Espero que cuides bien de la niña y, si no eres capaz de hacerlo, busca a alguien que pueda”.
El Abuelo estaba envuelto en ira.
– “¡Vete! ¡Largo de aquí! No soporto a la gente como tú. Marchate y no regreses jamás”.
Dete no vaciló en despedirse de la pequeña Heidi y partir con gran prisa. Cuando Dete se perdió en el horizonte, el abuelo volvió a sentarse para seguir fumando su pipa.
– “Y bien… ¿qué es lo que quieres?” – preguntó a Heidi.
– “Quiero conocer la casa por dentro abuelito”.
– “Entonces en marcha, y no olvides traer tu ropa”.
– “No es necesario abuelo, las cabras andan por la montaña todo el día sin usar ropa”.
– “No la uses si no quieres, pero de igual forma tráela para guardarla en el armario”.
Heidi fue obediente y entró a casa detrás de su abuelo. Lo único que había dentro de la casa era una habitación amplia y vacía, una mesa, una silla y un gran armario de madera.
– “¿Dónde voy a dormir yo abuelito?”.
– “En donde quieras, no importa”.
A Heidi le emocionó la idea y entonces buscó un lugar donde poder dormir. En una esquina de la casa se topó con una escalera, subió y encontró un henil.
En la pared había una ventana redonda, desde donde Heidi podía ver todo el valle. Se podía ver el río, los árboles y al levantar la vista, una majestuosa montaña en la distancia coronada con nieve.
– “Creo que voy a dormir aquí arriba abuelito, este lugar es espléndido”.
– “De acuerdo, pero vas a necesitar algo con lo que poder abrigarte, voy a ver qué consigo”.
Al subir la escalera, el anciano vio que Heidi había creado un colchón con el heno.
– “Así dormiré bien”.
– “Vas a necesitar más heno para no sentir el suelo” – dijo el abuelo.
– “Has olvidado algo abuelito”.
– “¿El qué?”.
– “¡Mis sábanas! Al dormir voy a necesitar cubrirme, ¿no?”.
– “Tienes razón, ¿te servirá esto?”.
Y entonces extendió un trozo grande de lino sobre la camita de heno.
– “Te ha quedado muy bonito abuelito, deseo que se haga rápido de noche para venir acostarme”.
– “Me parece bien, pero antes de eso debes comer algo Heidi”.
El abuelo bajó la escalera, justo detrás de su nieta. Mientras él preparaba una cena para los dos, Heidi por su parte se ocupaba de preparar la mesa.
– “Es gratificante ver que deseas ayudarme” – murmuro el viejo abuelo – “pero no tengo asiento para ti, la banqueta de ahí es muy baja y no vas a llegar a la mesa”.
Al final terminó por poner su propia silla como mesa para Heidi. Le sirvió un poco de leche en un vaso y le dio pan con queso como cena.
Fue una cena maravillosa.
Una vez terminaron de cenar, el abuelo fabricó una silla especial para la pequeña Heidi. Al anochecer, se escuchaba el silbido del viento que resoplaba entre los envejecidos abetos.
Heidi escuchó aproximarse el murmullo de unas campanas. Era Pedro, quien traía de vuelta las dos cabras del abuelo.
– “¿Son nuestras cabras abuelito? ¿Cómo se llaman? ¿van a vivir por siempre con nosotros?”.
– “No preguntes tantas cosas al mismo tiempo. Esa de ahí se llama Blanquita y la otra Diana. Ahora ve a buscar tu vaso mientras Pedro se encarga de ordeñar la cabra”.
Mientras el sol se ponía detrás de la montaña, el viento comenzaba a silbar más fuerte entre los árboles. Heidi se sentó frente a la casa de su abuelo y comenzó a beber la leche.
– “Que descanses Blanquita, duerme bien Diana. Hasta mañana abuelito y buenas noches Pedro”.
La noche trajo un viento recio. Era tan fuerte su soplido, que la vieja cabaña crujía y resonaba.
De pronto cayeron dos ramas de abeto gigantescas sobre la casa.
El abuelo saltó corriendo de su cama, creyendo que Heidi estaría aterrada. Pero para su sorpresa al subir la escalera, Heidi, con un esbozo de sonrisa y dulzura, seguía profundamente dormida mientras reposaba la cara de lado sobre sus manitas.
El abuelo observó descansar a su nieta hasta que la luna fue eclipsada por las nubes.
– “Descansa pequeña Heidi” murmuró el anciano mientras se inclinaba para besar su frente.
Todo era nuevo para Heidi y el abuelo. Ella aprendió a amar a los animales, el campo y la naturaleza; incluso hizo amigos: Pedro, el pastor que todos los días llevaba las cabras a pastar.
Con el paso del tiempo, Dete volvió a recoger a Heidi para llevársela a Frankfurt, ya que la adinerada familia Sesseman necesitaba alguien que pudiera hacerle compañía a la pequeña clara, una joven paralítica que estudiaba desde casa con maestros particulares y que no tenía contacto alguno con otros niños de su edad.
La vida que Heidi tenía en Frankfurt era muy distinta de la que tenía con su abuelo en el campo: gris, monótona y con un montón de reglas que ella no quería aprender, la cual era una de las causas de los conflictos tan frecuentes que tenía con la señorita Rottenmeir, la ama de llaves e institutriz de los Sesseman.
Heidi y Clara rápidamente se hicieron buenas amigas, pero Heidi inevitablemente echaba mucho de menos su antiguo hogar. Tanto, que el padre de Clara tomó la decisión de mandar de vuelta a Heidi con su abuelo.
Mientras la pequeña había estado fuera, el abuelito comprendió lo que era la soledad, por lo que cuando esta regresó decidió bajarla al pueblo durante el invierno para que así la joven niña pudiera asistir a la escuela y así convivir con el resto de niños.
Entrada la primavera, unos meses después, Clara convenció a su padre para que la dejase ir a las montañas a visitar a Heide.
Los cuidados del abuelito y Heidi además del contacto con la naturaleza, hicieron que Clara volviera a recobrar la confianza suficiente como para intentar caminar de nuevo.
Y así fue, finalmente, Clara pudo volver a caminar y con ello sorprender a su papá.
Y colorín colorado, ¡este cuento se ha terminado!