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Érase una vez durante una fría temporada de invierno, una reina que pasaba sus días cosiendo en las cercanías de una ventana cuyo marco de madera era denso y de color negro.
Un día, mientras miraba la nieve caer, se pinchó el dedo con la punta de la aguja y tres gotas de su sangre lograron tocar la nieve.
La forma en la que esta se esparcía en la nieve era tan hermosa que la reina se dijo asímisma: “¡ojalá tuviese una niña tan bella y blanca como la nieve, roja como la sangre y con unos cabellos negros como el ébano!”
Al poco tiempo, dio a luz a una hermosa niña y, ¿adivinas cómo era? – Tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y con un cabello que imitaba al más negro ébano.
Así pues, todo esto hizo que la hermosa niña se llamara Blancanieves, aunque desgraciadamente, la reina murió poco después de dar a luz.
Al año siguiente, el rey volvió a casarse, pero esta vez el orgullo y la arrogancia eran el carácter principal de esta bella mujer ahora convertida en reina y para la que su belleza era inigualable.
Poseía un espejo inverosímil y al posarse frente a él, se miraba y decía:
– “¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?”
Y el espejo respondía:
– “Usted mi reina”.
La nueva reina quedaba siempre satisfecha con esta respuesta, a sabiendas de que su espejo no podía mentir.
Pero la joven princesa Blancanieves, con el pasar de los años se hacía cada vez más y más hermosa y, cuando cumplió los siete años de edad, su belleza era incluso más hermosa que la de la mismísima reina.
Un buen día la reina como de costumbre preguntó a su espejo:
– “¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?”
Y el espejo exclamó:
– “La reina es hermosa de verdad pero Blanca Nieves es preciosa y sin igual”.
En ese momento la reina cambió complemtanete de aspecto de tanta rabia y envidia que le embuía por dentro. De ahí en adelante, la reina no podía soportar ver a Blancanieves y cada vez que lo hacía su corazón se retorcía.
El orgullo y la envidia que le caracterizaban crecían cada día más y más y eso nadie lo dudaba.
Fue entonces cuando se le ocurrió contratar a un cazador, a quien le dijo: – “Lleva a Blancanieves a lo más profundo del bosque, no quiero volver a verla. ¡Mátala y tráeme sus tripas como prueba”.
El cazador siguió las ordenes y llevó a la pobre Blancanieves a lo más profundo del bosque, sin embargo, en cuanto se disponía a matarla, la niña comenzó a llorar y gritó: – “¡Señor cazador, por favor no me mates!; huiré hacía los confines del bosque y jamás volveré a regresar”-.
Su belleza era tal que el cazador tuvo piedad y le dijo – “¡entonces corre, niña!”
El cazador, no obstante, pensaba que los animales salvajes la matarían enseguida aunque cierto es que el no matarla fue un gran alivio para su conciencia.
En ese momento, un cerdo salvaje se acercó. El cazador lo capturó y lo mato, le extrajo el hígado, los pulmones y los llevó hasta donde se encontraba la reina como prueba del éxito en su encomienda.
El cocinero les dio sazón con sal y la malvada mujer se los comió con la esperanza de absorber la belleza de Blancanieves.
Al otro lado del reino, en lo más profundo del bosque, la desventurada niña se encontraba sola y aturdida. Era tanto su miedo que hasta las hojas de los árboles lucían aterradoras.
No sabía qué iba ser de ella puesto que nunca antes había tenido que cuidarse sola. Así que en un acto desesperado, corrió sin cesar a través de la maleza.
Las fieras se le cruzaban, pero nunca la amenazaban, por lo que siguió corriendo hasta que el sol se puso; y tras muchas horas de recorrido, divisó una pequeña casa en la que entró a descansar.
En la pequeña cabaña todo estaba fabricado en miniatura además de relucir limpia hasta el punto de brillar.
En el centro del salón, se encontraba un pequeña mesa cubierta por un mantel blanco y, sobre este, habían puestos siete pequeños platos, cada uno con sus respectivos cubiertos también de pequeño tamaño.
Haciendo fila en la pared, se encontraban siete camas pequeñas, todas ellas cubiertas por sábanas blancas. El hambre y la sed agobiaban a Blancanieves quien comió un poco de pan y legumbres de cada plato, y de cada vaso, también bebió unas gotas de vino.
Al terminar de comer el cansancio terminó por invadirla. Intentó acostarse en una de las camas, pero ninguna le cabía: una por larga, la otra por corta y así fue probando hasta que en la séptima cama pudo entrar de maravilla.
Al caer la noche se presentaron los dueños de la cabaña: ¡eran siete enanitos!, todos ellos mineros extractores del mineral que yacía en las montañas.
Encendieron sus siete pequeños faroles y se percataron de que alguien había entrado su casa, ya que las cosas no estaban en el correcto orden en el que las dejaron cuando se fueron.
El primero dijo: – “¿Quién se ha sentado en mi silla?”
El segundo: – “¿Quién ha comido de mi plato?”
El tercero: – “¿Quién se ha comido parte de mi pan?”
El cuarto: – “¿Quién ha probado mis legumbres?”
El quinto: – “¿Quién usó mi tenedor?”
El sexto: – “¿Quién ha usado mi cuchillo?”
El séptimo: – “¿Quién bebió de mi vaso?”
Después, el primero echó un vistazo y notó una arruga en su cama y dijo: – “¿Quién ha estado en mi cama?”
Los demás se acercaron y dijeron: – “¡Se han acostado en la mía también!”
Mirando en su cama, el séptimo se percató de la pequeña Blancanieves, quién a pesar del escándalo aun seguía dormida. El enanito rápidamente llamó a sus compañeros, quienes llegaron veloces y muy asombrados.
Buscaron sus siete pequeños faroles y entre todos iluminaron a Blancanieves. – “¡Qué niña más hermosa!» – exclamaron en coro.
Sintieron mucho regocijo al verla dormir, tanto que no se atrevieron a inturrumpir su sueño. El séptimo de los enanitos compartió la cama durante una hora con el resto de sus compañeros para poder pasar la noche.
A la mañana siguiente, Blanca Nieves se llevó un susto de espanto al verse rodeada de tantos enanitos. Pero ellos fueron muy amables con ella – “¿Cuál es tu nombre?” – “me llamo Blancanieves” – “¿y cómo has llegado a nuestra casa?” -.
Ella les contó que su cruel madrastra contrató un cazador para matarla, pero que este se apiadó de ella y le dejó huir con vida, por lo que se pasó corriendo el día entero hasta que se encontró con la pequeña cabaña.
Los enanitos respondieron: – “Si te comprometes a hacer las tareas del hogar como lavar, cocinar, hacer las camas, coser y mantienes todo en su sitio con mucha pulcritud, podrás quedarte aquí y ten por seguro que no te va faltar de nada” – Blancanieves respondió de manera positiva diciendo que sí, y fue desde entonces cuando se quedó en la casa junto con los enanitos.
Blanca Nieves se encargaría perfectamente del hogar.
Todas las mañanas los enanitos salían a trabajar en las montañas, donde realizaban sus labores de minería para extraer oro y minerales, en tanto que al regresar por las tardes la comida ya estaba servida.
La joven pasaba los días sola en la cabaña. Un día, los enanos le advirtieron: “tarde o temprano tu madrastra sabrá que estas aquí y vendrá a por ti, no dejes pasar a nadie”.
Cuando la reina terminó de comer lo que ella creía eran las visceras de Blancanieves, se dispuso a consultar a su espejito mágico de nuevo. Y parada frente a él le preguntó.
– “¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?”
Y el espejo respondió:
“Usted mi reina, pero en lo más profundo del bosque, en la cabaña de los enanitos, la joven Blancanieves es mucho más hermosa”.
La reina explotó en cólera puesto que sabía que el espejo no le mentía. Fue entonces cuando se dió cuenta del engaño del cazador porque ¡Blancanieves seguía viva!
Empezó a meditar cuál sería la mejor forma de acercase a Blancanieves puesto que su envidia era tal que no podría conciliar siquiera el sueño hasta no convertirse ella en la mas hermosa del reino.
Se encerró durante horas en su cuarto secreto, hasta que terminó de elaborar una manzana envenenada. Su aspecto exterior era inofensivo, pues tenía un color rojo intenso y se veía tan jugosa que podría seducir a cualquiera.
Sin embargo, el más mínimo de los trozos era letal. La malvada reina se disfrazó de campesina y llevó la mortífera manzana hasta la casa de los enanitos.
Tocó la puerta y Blancanieves se limitó a asomar la cabeza para decir:
– “No puedo dejar entrar a nadie, mis amigos los enanitos me lo han prohibido”
– «No pasa nada, solo me quiero deshacer de mis manzanas, toma una, te la regalo”
– “¡No! Lo siento, tampoco puedo aceptar nada”
– “¿Acaso temes que esté envenenada?” – entonces cogió la manzana y dijo – “¡toma! Tú comerás la parte roja y yo comeré la parte blanca”.
Para desgracia de Blancanieves, la manzana estaba muy bien elaborada, solamente la parte roja era la que contenía el poderoso veneno.
La hermosa manzana parecía deliciosa, tanto que tentaba el paladar de Blancanieves, quien al ver a la campesina ingerir su trozo de manzana, no se pudo resistir.
Estiró su mano y aceptó el trozo de manzana envenenado. En cuanto rozó su boca, la joven Blancanieves cayó desplomada al suelo.
En ese momento la campesina cambió su semblante, puso una mirada despiadada y dijo: “Blanca como la nieve, roja como sangre y sus cabellos negros como el ébano. ¡Tus amigos enanos ya no podrán salvarte!” – mientras sus sonoras y malvadas carcajadas se hacía sonar.
Al volver al castillo, a su espejo preguntó:
– “¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?”
– “Usted mi reina”.
Fue una frase corta, pero lo suficiente como para dejar el envidioso corazón de la reina aliviado y reposado.
Al caer la noche, los enanitos volvieron a casa para encontrar a Blancanieves, quien yacía tendida en el suelo sin respiración ni pulso.
Estaba muerta. Así que la levantaron del suelo y buscaron qué le podía estar asfixiando o envenenando, pero todos sus esfuerzos eran en vano, pues la querida Blancanieves seguía muerta sin importar lo que hicieran.
La pusieron en una camilla, la rodearon sentados y durante tres días ininterrumpidos lloraron junto a ella. Quisieron darle sepulcro, sin embargo, lucía tan vivida como si aún siguiera con vida, inclusive mantenía el tono rosado tan característico de sus mejillas.
Los enanitos dijeron: “sería una maldad enterrar a nuestra querida Blancanieves para toda la eternidad”.
Así que decidieron construir una urna de cristal, desde donde se podía apreciar a la hermosa joven desde todos los ángulos.
Pusieron a Blancanieves dentro. Con letras talladas en oro escribieron su nombre y una inscripción que la proclamaba como hija del rey.
Pasó mucho tiempo desde que metieron a Blancanieves en la urna, sin embargo, esta seguía sin mostrar ningún signo de fealdad ni pérdida de su belleza.
Por el contrario, parecía estar durmiendo, puesto que su piel se mantenía blanca como la nieve, su aspecto rojo como la sangre y sus cabellos negros como el ébano.
Un buen día, un príncipe apareció por el bosque, encontró la casa de los enanitos y les pidió que le dejaran quedarse solo por esa noche.
Por la mañana, al despertarse, vio la urna donde yacía Blancanieves y leyó la inscripción hecha por los enanitos. El joven príncipe se enamoró de inmediato.
A la mañana siguiente el príncipe y sus sirvientes tenían que partir, pero este no pudo evitar despedirse de ella besándola en la mejilla.
Y justo en ese momento… ¡Blancanieves volvió a la vida!, pues el beso de amor que el príncipe le había dado consiguió romper el hechizo de la malvada reina.
Blancanieves y el príncipe se casaron, expulsaron a la reina cruel del palacio y desde entonces todos pudieron vivir felices y en paz.
Y colorín colorado, ¡este cuento se ha terminado!